Yo tenía ocho años cuando supe que era gorda. Hasta entonces no lo había imaginado siquiera, y eso que me gustaba mucho mirarme al espejo (porque gorda no era, pero presumida sí). Mi profesora de primaria propuso hacer un ejercicio que venía en el libro, teníamos que contestar uno a uno, en voz alta, la siguiente pregunta: “¿Eres grueso o delgado?”. Yo era delgada, lo tenía clarísimo. Yo era delgada porque me consideraba “normal”. Llegado mi turno dije que era delgada, y la profesora dijo: “No, eres gruesa”. ¿Cómo podía estar yo equivocada en lo que era? Si se trataba de mí, de mi cuerpo. ¿Cómo podía decir ella que yo era gruesa, si yo acababa de decirle lo contrario? Aquello me dejó confusa, porque me acababan de poner una etiqueta, y esa etiqueta (con un eufemismo que no me creí) sabía muy bien lo que significaba: GORDA. Y gorda era igual a fea, y fea significaba rechazo. No estaba dentro del club de la gente normal, como yo pensaba. Estaba fuera, con Raquel. Y Raquel era la “gruesa” de la clase. Yo en realidad no la veía tan “gruesa”, pero nos contaba que hacía dieta y por eso sabíamos que su “grosez” era preocupante. En el recreo Raquel miraba con tristeza el desayuno de los demás, porque el suyo era medio sándwich integral con lechuga y atún (algo asqueroso cuando tienes ocho años).
Estás gorda, “Que no te engañen” (pudo haberme dicho la profesora). El problema no es ser gordo o delgado, transexual o heterosexual. El problema es el concepto de que una cosa está mal y la otra está bien. Escoger una cosa u otra es un error o un acierto. Yo no quería aceptar que estaba un poco gorda por lo que significaba, porque yo era «normal», y definirme significaba posicionarme en un lugar que no me gustaba dentro del esquema de la sociedad adulta. Pensaba que ser gorda era malo, y no lo es. Como tampoco lo es ser negro, gitana, bizca o cojo.
Quizá me hubiera sido más fácil aceptar que, bueno, un poco rellenita sí que estaba (como me dijo mi madre al llegar a casa y llorar tras contarle lo sucedido), y que no pasaba absolutamente nada. Pero a mí no me explicó eso la profesora (y no sé qué mierda de ejercicio era aquel en el que una tenía que decir qué era o no era), sino que me preguntó cuánto pesaba para justificar por qué era gruesa y por qué ella llevaba razón.
Cada cual debe aceptar lo que es, y ello no significa asumir el rechazo y las etiquetas implícitas. Me parece plausible la actitud de los políticos y los medios de comunicación respecto al autobús dichoso, porque aunque a veces canse y parezca exagerado, si hay enfrentamiento significa que todavía queda mucho que reivindicar. Y no solo es necesario retirar el autobús, que es una serpiente en la cabeza de la Gorgona. La solución a la raíz del problema siempre es la misma: la educación. Esto lo comenta Isaac Rosa en su artículo sobre el asunto:
“La mejor protección a las niñas y niños está en la educación: educar para la convivencia a los menores transexuales, a sus compañeros para que los respeten, y por supuesto a los hijos de los del autobús, que no por ir a colegios religiosos deberían quedar al margen”.
Y yo añadiría: la educación en la aceptación. Combatir el rechazo comienza por aceptarse uno mismo y aceptar la diversidad. Tan importante es educar en tolerancia como en autoestima. Porque después de todo, el rechazo y la crueldad son inherentes a la vida, y porque uno nunca puede gustar a todo el mundo.
Sin pretenderlo, es posible provocar odio e incomodidad en el otro, y es importante saber que uno no tiene la culpa de ello. “Que no te engañen”, el problema no es tuyo. Si eres tímido incomodas, si eres fea incomodas y si eres guapa también (y si eres de Hazte Oír… ya ni te cuento).

interesante escrito!!! 😉 muy acertado que bueno que la educación esta cambiando en muchos lugares :-* yo sufría por mi altura en un mundo de enanos así como el enano sufre en un mundo de altos ¿algún día el humano dejara de fastidiar? :v
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Gracias Mari. Parece ser que estamos aquí para fastidiarnos los unos a los otros hasta el infinito y más allá. Un saludo 🙂
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