Me da miedo salir sola temprano, pero enseguida descubro que a las nueve hay: señoras con el carrito de la compra vacío, señoras que friegan la acera, gatos que aprovechan la soledad de las calles y olor a jazmín. Me gusta caminar por mitad de la carretera como si fuera la única superviviente. El asfalto cruje y es lo único que se oye. Solo veo un hombre que parece borracho y ni siquiera estoy segura de que lo esté, creo que su ligero tambaleo se debe a que es cojo.
Durante el tiempo de espera en un semáforo dialogo con el señor que hay al otro lado del paso de peatones: un anciano en plena forma que viste pantalón de pinza marrón, camisa clara y gorra roja de regalo.
—Niña, no hace falta comprar ropita para pasear.
—Pero señor, este pantalón estaba al 50%.
—Bueno.
No llevo móvil ni reloj, solo la mano derecha en el bolsillo con el dedo índice anillado en el llavero.
Bajo la avenida del Arroyo de los Ángeles y al pasar junto al sanatorio mental un paciente grita. También lo hace el camarero del bar Oña cuando continúo varios metros: «¡Seis churritos!».