Cristina Pedroche se desviste: «¿Te gusta, Chicote?», dice, a lo que su compañero de campanadas responde: «Sí, y te voy a decir una cosa, ¿sabes lo que se me ocurre?», acto seguido da la espalda a las cámaras y muestra la parte trasera de su chaqueta para completar la frase: «¡Que alucino pepinillos!». Bordado con lentejuelas rojas puede leerse el mensaje que acaba de expresar en voz alta. Si se hubiera bajado los pantalones y el bordado apareciese en la parte delantera del calzoncillo, el pepino le hubiera quedado más alucinante. Pero no pudo ser, porque aunque Chicote hubiese querido —y así el mensaje feminista hubiera quedado mucho más contundente—, él no tenía la opción de hacerlo. Al contrario que Cristina Pedroche, quien presume de ser una mujer libre para vestir como quiere.
Queda claro, así, que la liberación masculina aún no ha llegado, porque ellos no pueden (¿pueden?, ¿o no necesitan demostrar que pueden?) enseñar siquiera los brazos y las piernas cuando van de gala, y que Alberto Chicote es víctima de un sistema que lo obliga a representar el papel de objeto indeseable: esmoquin negro y pajarita morada para ejercer de sombra. Ella no es mujer florero, porque acompaña al hombre invisible. Chicote parece llevar una pulsera de estilo tribal en su mano derecha, que de vez en cuando queda oculta bajo la manga. El atrevimiento resulta curioso, pero insuficiente. Ni por esas las mujeres heterosexuales desviarán la mirada de Pedroche, quien defiende el cuerpo de la mujer pero lleva meses a dieta para lucir “mejor” el vestido de Nochevieja. Los michelines se quedan en casa, o en cualquier caso, los soporta Chicote, de quien nosotras nos quejaremos: «ella en pelotas y el tío gordo y feo».