Para escribir un libro

Tras el incidente en el interior del autobús, entre los cuchicheos, un hombre que viaja solo en la parte trasera aprovecha la mirada de otro para decirle: “Los autobuses dan para escribir un libro”. Y lo que pudo acabar con una contestación cortés tipo: “ya ves”, “pues sí”, comenzó siendo una pieza improvisada del destino, para deleite de los demás pasajeros.

―Los autobuses dan para escribir un libro.
―Usted sabe mucho de eso, ¿verdad?
―¿Cómo?

La respuesta/pregunta contenía la tensión propia de la escena en que el detective está a punto de desenmascarar al asesino.

―Mataría por un refresco.
―Usted sabe mucho de eso, ¿verdad?
―¿Cómo?

Una afirmación a medio terminar, desconcertante y sentenciosa para el sospechoso que pronto dejará de serlo, y que pone en guardia al espectador, quien asistirá en breve al relato completo de la historia.

―Que sabe mucho de escribir.
―Bueno, algo. Pero, ¿por qué lo dice?
―Soy admirador suyo, de toda la vida, de cuando escribía en el periódico y luego cuando estuvo en la radio.

Entonces, sabemos que el admirador lo admira mucho, su respeto roza lo paranoide: estuvo reprimiendo su discurso hasta que el periodista pronunció el verbo mágico: escribir. Solo en ese momento vio pertinente dirigirse a él. Como el siervo que aguarda el permiso de su amo para hablar. Hizo falta que la puerta del autobús pillara la pierna de un viejo para desencadenar el diálogo. De no haber sucedido la desgracia, el milagro jamás habría estallado. Hasta el momento, el admirador rumiaba la frase, el modo, el tono, contenía el impulso después de razonar lo absurdo de presentarse a un desconocido: ¿Para qué? ¿Quién soy yo? ¿Qué más dará?  No quiero importunarlo. Pero se merece todos los halagos del mundo. Aunque, ¿qué importancia tienen mis halagos? Mi reconocimiento no vale nada. Dirigirse a quien se admira es paradójico: en primer lugar, esa persona importante para mí ni siquiera me conoce. Tampoco es relevante el hecho de que me conozca. No quiero que piense que lo hago por vanidad. Ojalá pudiera ser invisible y así decírselo, aunque eso quizá sonaría aún más violento, a psicofonía. 

Expresar admiración va más allá de la gratitud, porque recibimos un favor, un regalo que, en principio, no va dirigido solo a nosotros. Entonces, podría ser como una declaración amorosa, ya que incomoda a ambas partes. Sentimos algo inspirador que debe crear en otras direcciones, no solo de vuelta. El trabajo, la obra, el mensaje, fecunda sin un propósito específico, como la semilla que viaja con el viento y brota en el tejado: una vez salió del estambre por necesidad, sin saber a dónde llegaría. Sin embargo, no decir lo que se siente también es vanidoso. Es ahogar la vida con indiferencia, interrumpir el ciclo. Para quien lo ve desde fuera es cuestión de orgullo, de altanería. Incluso puede confundirse con la envidia. Pero la mayoría de las veces solo es miedo a quedar como un imbécil. ¿Entonces?

El mundo, el viejo, la puerta, el autobús. No se enteró de nada hasta que el hipnotizador chasqueó la palabra clave y dejó de cacarear sobre el escenario.

 

Fotograma de “Ocho y medio” (1963), Federico Fellini

 

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