Soy machista y racista. Soy una puta racista, tío, le digo a Julia desde el quicio de la puerta mientras se cepilla los dientes. Me río al decirlo, nos reímos, aunque de gracioso tenga poco. Dicen que en los momentos oscuros se desvela quiénes somos. Llegué a casa y se había ido la luz, no había luz ni Julia estaba. Se dejó el cuadro eléctrico abierto y supuse que lo había intentado. Lo intenté yo también. Llamé a mi padre, encendí una vela aromática que la casera se dejó en una estantería y yo había escondido en un cajón. Poco iluminaba. Cené algo frío, me aburrí, busqué el pijama con la linterna del móvil. Solo se escuchaba la tele del vecino. El vecino. Voy a preguntar, digo a mis padres y amigas, por la cosa de meter a un desconocido en casa. Me desvisto y visto de nuevo. Al hacerlo, hago conjeturas fugaces, instintivas, acerca de lo más conveniente: el vecino me ayudará, sé que está ahí. Supongo que es un hombre porque está viendo las noticias, oigo el telediario, la voz de Vicente Vallés. El vecino sentado en el sofá mientras su mujer se encuentra en otra estancia. ¿La cocina? El vecino, o su mujer, imagino, me observan por la mirilla mientras espero al otro lado de la puerta. Trato de parecer inofensiva: llevo mascarilla FFP2 y una sudadera rosa pastel. Aún así, no me abren. Miro el móvil: son alrededor de las 22.30. No es para tanto. Tengo dos intentos más: las letras A y B. Lo más lógico sería llamar a la puerta opuesta, por cercanía. Sé que es una mujer. Es mora. La única vecina con la que me he cruzado. No sé si tiene marido y si lo tiene no quiero que me ayude. Estoy sola y sin luz. Las opciones «una mora que no entiende» o «un moro a oscuras en mi casa» no me convencen. Pruebo con la B, dos veces. Miro a la derecha y una rana de plástico me dice: solo te queda la mora. Nunca había reparado en la ranita, verde, sobre una hoja verde de la misma tonalidad. Entre flores de plástico también, reunidas a su vez en un gran macetero. Días atrás pensé que la mujer quizá había vivido en Alemania o Francia o algún país donde los vecinos no se roban entre sí. A ella le atribuí la costumbre de adornar la entreplanta porque su felpudo es alegre, con dos vacas que se abrazan. Llamé una vez y bastó: ¿Quién es?
Comienza el round de hostias.
Digo que soy la vecina, estoy sin luz y quería ver (nunca mejor dicho) si me podía ayudar o algo. Imagino que el vecino y la vecina que no me abrieron antes, ahora observan por la mirilla, se turnan intrigados. Pienso, pensé, que son viejos por escuchar la tele alta y tenían miedo de mí. Miedo de alguien más joven. Efebifobia. ¿Qué vecina? La de enfrente. ¿Cuál? Insiste, esta vez, con la cabeza asomada. La de allí: señalo mi puerta abierta. ¡Ah, sí! ¿Y qué te pasa? Se lo digo, viene, observa y me explica: no tengo el mismo, pero cuando me pasa los bajo todos y voy subiendo uno a uno. El que salta es porque algo está mal. Desenchufa todo. Desenchufo todo, ella conmigo. Probamos de nuevo, varias veces, no se rinde. Le digo que no pasa nada, que gracias, para que entienda que puede irse, pero insiste: ¿Será la nevera? ¿Dónde está el enchufe? No lo sé, acabo de mudarme. ¿Quizá por aquí? No sé. Ay, que no te puedo ayudar, ¡lo siento! Tienes que ver qué estaba enchufado cuando se fue la luz. Gracias. Te doy velas si quieres, ven. Me dio tres velas blancas que luego le devolveré. Al llegar Julia le dije lo que Soraya me dijo que teníamos que averiguar. «Recuerdo que me estaba duchando y se fue la luz». Julia buscó el enchufe del termo, lo desconectó, probamos, y todo quedó resuelto.